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ideas).
Hace
cien años, en las postrimerías del
siglo XIX, los científicos de todo el mundo estaban convencidos de que habían
alcanzado una representación precisa del mundo físico. Tal como lo expresó Alastair
Rae, “a finales del siglo XIX parecían conocerse los principios fundamentales
que rigen el comportamiento del universo físico”. De hecho, muchos
científicos sostenían que el estudio de
la física, prácticamente podía darse
por concluido: no quedaban grandes descubrimientos por hacer, sino sólo detalles
y pinceladas finales.
Pero
en la última década del siglo salieron a la luz unas cuantas curiosidades. Roetgen descubrió unos
rayos que traspasaban la carne; como no tenían explicación, los llamó rayos X.
Dos meses después Henri
Becquerel advirtió por azar que un fragmento de mineral de uranio emitía
algo que velaba las placas fotográficas. Y el electrón, el portador de la
electricidad, fue descubierto en 1897.
Sin
embargo, en términos generales, los físicos no se inmutaron, dando por supuesto que
esas rarezas quedarían tarde o temprano explicadas por la teoría existente.
Nadie habría previsto que en cinco años esa conformista visión del mundo se
vería trastocada de manera sorprendente, surgiendo una nueva concepción del
universo y unas nuevas tecnologías que transformarían la vida cotidiana del
siglo XX de un modo por entonces inimaginable.
Si
en 1899 alguien hubiera dicho a un físico que en 1999, cien años después, se
transmitirían imágenes en movimiento a los hogares de todo el mundo desde
satélites; que bombas de una potencia inconcebible amenazarían la supervivencia
de la especie; que los antibióticos atajarían las enfermedades infecciosas,
pero que dicha enfermedades contraatacarían; que las mujeres tendrían derecho
al voto y píldoras para
controlar la reproducción; que cada hora alzarían el vuelo
millones de personas en aparatos capaces de despegar y aterrizar sin
intervención humana; que sería posible cruzar el Atlántico a tres mil
doscientos kilómetros por hora; que los hombres viajarían a la Luna, y perderían luego
el interés por el espacio exterior; que los microscopios
conseguirían ver átomos independientes; que la gente llevaría encima teléfonos
de un peso no mayor a unas cuantas decenas de gramos y se comunicaría sin hilos
con cualquier lugar de mundo; o que la mayoría de esos milagros dependerían de
un dispositivo del tamaño de un sello de correos...; si alguien hubiera dicho
entonces todo eso, el físico sin duda lo habría tachado de loco.
Michael
Crichton. Rescate
en el tiempo. Plaza & Janés, Barcelona, 2000.