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Exposición del caso:
Fernando (16 años) admira a su padre, cuyo trabajo es de alto
ejecutivo en un banco. Ha decidido estudiar Ciencias Empresariales, porque
quiere llegar a ser como él.
Un día su madre le dice que rece por el trabajo de su padre, porque
está pasando por un momento difícil. Fernando se queda muy sorprendido —es lo
último que podía imaginarse—, y empieza a rezar frenéticamente. Asiste a Misa y
reza el Rosario diariamente, y aprovecha otros momentos para encomendar el
problema, como por ejemplo el autobús escolar, en el que se sienta solo y no
habla con nadie.
Al cabo de tres semanas ve volver a su padre a casa muy abatido. Se
entera de que los temores se han cumplido, y de qué ha sucedido. Por unas
rivalidades y un error en un crédito concedido, han jubilado anticipadamente a
su padre, truncando así su carrera ascendente y sus expectativas. En los días
siguientes Fernando ve cómo su padre ha caído en un estado depresivo, sin hacer
otra cosa que ver la televisión.
Fernando, muy afectado, da vueltas en su cabeza a todo el asunto.
Piensa que su padre —y su madre, a quien ve sufrir en silencio— no se merecen
lo que ha ocurrido, y que además él ha rezado mucho —como no había rezado en su
vida— y no ha servido para nada. Ha rezado "de verdad" y Dios no le
ha escuchado. En una ocasión en que está solo con su madre, se desahoga,
diciendo lo que pensaba, y que "no había derecho a que Dios los tratara así",
que "no podía comprender el por qué de todo esto", que "no
habían hecho nada para merecerlo", y que por tanto "Dios era
injusto".
Sorprendentemente para Fernando, que esperaba otra reacción, su madre
le riñe. Le dice que no diga esas cosas, porque no está bien. Añade que no
tiene por qué entender todo, y menos a Dios. Y le sugiere que siga rezando,
para que la cosa acabe bien. Fernando se queda solo pensando: no quiere que se
repita lo anterior, pero "algo habrá que hacer". De repente, ve una
solución, y en un arranque hace una promesa a Dios de que irá a Misa todos los
días si se arregla lo de su padre.
Un mes más tarde su padre recibe y acepta una oferta de un trabajo
semejante al que tenía. En pocos días todo vuelve a ser como antes. Fernando
empieza a ir a Misa a diario, pero al cabo de una semana deja de ir algún día,
y después de tres ya sólo va los domingos. A veces, su conciencia le recuerda
que hizo una promesa, pero él trata de disculparse pensando que cuando era
pequeño también decía con cualquier motivo un "te lo juro" —sobre
todo cuando no le creían—, y a veces lo que decía no era verdad sino una
"mentirijilla" para salir del paso, y que cuando se confesaba de
estas cosas el sacerdote nunca pareció darles mucha importancia. De todas formas,
no consigue quedarse tranquilo del todo, a la vez que piensa que se precipitó
sin calcular mucho lo que prometía, y no sabe cómo salir de la situación en que
se ha metido.
— ¿Puede decirse, como dice Fernando, que "ha rezado de
verdad"? ¿Cumplía los requisitos de una buena oración? ¿Cómo tenía que
haberlo hecho? ¿Es cierto que Dios "no la ha escuchado"? ¿Por qué?
— ¿Hay alguna expresión injuriosa para con Dios? ¿Es una blasfemia?
¿Por qué? ¿Hace bien su madre en reñirle? ¿Es correcto lo que le dice a
Fernando? ¿Podrías completarlo?
— ¿Es imprudente Fernando cuando hace la promesa? ¿Por qué? ¿Es a
pesar de ello válida? ¿Puede decirse que es un voto? ¿Por qué? ¿Obliga
gravemente?
— ¿Qué valoración moral tienen los juramentos a los que se alude? ¿Hay
pecados graves? ¿Y leves? ¿Si el sacerdote "nunca pareció darles mucha
importancia" es porque era materia leve o puede ser por otro motivo?
— ¿Qué debería hacer Fernando? ¿Qué salidas razonables puede haber
para una situación así?
Vid. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2142-2155, 2607-2616,
2734-2745.
"Y en un arranque...". Ése es el problema de Fernando: que
hace las cosas "por arranques", con precipitación. Pesa más el estado
de ánimo del momento que una decisión bien meditada. Porque cuando se pone a
Dios por medio las cosas son serias, y seriamente hay que tratarlas. Es de lo
que trata el segundo mandamiento. "No tomarás el nombre de Dios en
vano" no se refiere solamente al nombre de Dios, sino a su persona: al
trato con Dios y a lo que hace referencia a Dios.
El principal trato con Dios —dejamos aquí aparte a los sacramentos— es
la oración. La oración por antonomasia, el modelo de oración, es el que nos
enseñó Jesucristo: el Padrenuestro. En él se dice que, ante todo, "hágase
tu voluntad"; después, pedimos "el pan nuestro de cada día",
porque verdaderamente lo necesitamos. Lo que no pedimos es una vida cómoda y
bien instalada. ¿Está mal entonces pedir lo que Fernando pedía? No: lo que no
está tan bien es cómo Fernando pedía. Más que la voluntad de Dios, quería que
Dios se acomodase a la suya. Su indignación posterior pone de manifiesto que lo
que pretendía era exigir a Dios que concediera lo que él deseaba. Y es verdad
que lo que Dios quiere es nuestro bien, pero nuestro bien consiste sobre todo
en una vida virtuosa, no en una vida cómodamente instalada. En este sentido, se
ve que las dificultades pasadas por su familia son para bien: al menos en el
caso de Fernando, le hacen dirigirse a Dios, a quien parece que tenía bastante
olvidado. La oración debe ser humilde —aquí no lo es tanto, porque Fernando
parece no saber ponerse en su sitio—, confiada y perseverante —en el caso de
Fernando, aunque él creyera lo contrario, no lo es tanto, como se ve más tarde,
a la hora de cumplir sus promesas—.
Tiene razón la madre de Fernando en reñir a su hijo. No puede
pretender que sea él quien sepa, mejor que Dios, qué les conviene en cada caso.
Pero es que además lo que ha dicho Fernando es grave. Si honrar el nombre de
Dios es el precepto, usarlo en vano es ya un pecado —normalmente, no es grave—,
pero lo peor —y esto sí es muy grave— es la injuria a Dios: la blasfemia. Para
que se dé ésta no es necesario que se utilicen palabras soeces: basta con
atribuir a Dios alguna descalificación. Decir, como dice Fernando, que Dios es
injusto, es nada menos que decir que Dios es inmoral, y eso no es una nimiedad
precisamente. A veces, este tipo de blasfemias pueden ser peores que otras
malsonantes, pues estas últimas con frecuencia se dicen irreflexivamente,
mientras que las primeras pueden decirse "fríamente", siendo
consciente de lo que se dice.
En este mandamiento se incluyen el voto y el juramento. Empecemos por
este último. Consiste en poner a Dios por testigo de lo que se dice o lo que se
promete. Esta referencia a Dios convierte al juramento en algo muy serio. Por
eso, cuando se jura a la ligera, es como si se tomara el nombre de Dios en
vano, y está mal, aunque si no pasa de ahí el pecado no es grave. De todas
maneras, quien recurre a ello con demasiada facilidad tendría que ver cómo va
su veracidad: porque si tiene que recurrir a esto para que le crean es que ha
perdido crédito su palabra, y esto sólo ocurre cuando se miente con frecuencia.
Cosa distinta es jurar en falso —"perjurio"—: esto sí es grave, un
pecado mortal cuando se hace conscientemente. Y si los recuerdos de Fernando
acerca de la poca importancia que les daba el sacerdote cuando era pequeño son
ciertos, esto podía deberse a que él no se explicó bien, o, más probablemente,
a que entonces él no sabía bien qué significaba jurar, como suele ocurrir entre
los niños pequeños.
El llamado "voto" coincide, normalmente, con lo que se suele
denominar "promesa". Los votos que hacen los religiosos son un
determinado tipo de votos, con unas características particulares y un contenido
determinado. Pero la noción de voto es mucho más amplia. Es una promesa hecha a
Dios deliberadamente de algo bueno, y mejor que su contrario. Es precisamente
lo que hace Fernando. Y obliga, y gravemente. Por eso la prudencia aconseja
pensar muy bien lo que se va a prometer a Dios antes de hacerlo. Pero la
prudencia no es el fuerte de Fernando. Y, efectivamente, parece que se mete en
un callejón sin salida. Si fuera más prudente, iría a pedir consejo —al
confesor, por ejemplo—, y encontraría la solución. Y es que la Iglesia es
madre, y ha previsto la posibilidad de que haya promesas imprudentes hechas por
insensatos. Fernando tendría que ir al párroco, y éste podría conmutar el
contenido de la promesa hecha por otro más asequible y más sensato (cfr. Código
de Derecho Canónico, can. 1196 y 1197). Pero, hasta que ello no suceda, la
promesa sigue vigente.